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El ultimo adiós del Príncipe de las Tinieblas Ozzy Osbourne (1948 – 2025)



𝗗𝗘 𝗩𝗨𝗘𝗟𝗧𝗔 𝗔𝗟 𝗜𝗡𝗜𝗖𝗜𝗢 (𝘽𝘼𝘾𝙆 𝙏𝙊 𝙏𝙃𝙀 𝘽𝙀𝙂𝙄𝙉𝙉𝙄𝙉𝙂)


𝘊𝘢𝘱𝘪́𝘵𝘶𝘭𝘰 𝘐: 𝘌𝘭 𝘜́𝘭𝘵𝘪𝘮𝘰 𝘗𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘔𝘦́𝘥𝘪𝘤𝘰

Birmingham, Inglaterra — 27 de enero de 2025


El cuarto olía a hospital.


No a limpio, ni a desinfectante. A hospital: una mezcla agria de plástico, soledad y tiempo suspendido. Ozzy Osbourne conocía ese olor desde hacía años. Estaba grabado en su memoria, como una nota que se repite al final de una canción que no termina nunca. Lo había olido en quirófanos, pasillos, habitaciones de recuperación. En su propio cuerpo, cuando despertaba con sondas, cicatrices y más analgésicos de los que podía contar.


Esa mañana, la habitación no tenía ventanas. Sólo una lámpara cenital que proyectaba su sombra en la pared. Estaba sentado en una silla de ruedas, cubierto con una manta negra que Sharon había traído de casa. Su espalda le dolía. Su voz apenas era un hilo. Pero estaba despierto. Lúcido. Y listo para oír lo que ya sabía.


El doctor entró con la carpeta en las manos, acompañado por una enfermera que evitó el contacto visual. No hubo rodeos. No hubo protocolo.


—Señor Osbourne… me temo que su estado ha entrado en una etapa terminal —dijo el médico con voz grave, pero controlada—. La combinación del Parkinson avanzado, la falla respiratoria progresiva, y las nuevas complicaciones neurológicas… no tenemos un pronóstico favorable.


Sharon le tomó la mano. Su anillo, frío como el metal, temblaba contra los dedos de Ozzy.


—Estimamos… no más de seis meses.


Silencio.


Ozzy no lloró. Solo bajó la mirada y respiró hondo. No fue sorpresa. Era confirmación. Un eco de lo que su cuerpo ya le decía desde hacía tiempo: el temblor que no se detenía, la rigidez en las mañanas, la dificultad para tragar. El dolor. Y ese cansancio profundo, como si la vida misma fuera un escenario al que ya había salido demasiadas veces.


—Gracias, doctor —fue lo único que dijo, con voz rasposa—. Puede retirarse.


Cuando la puerta se cerró, Sharon se inclinó hacia él y besó su frente. La piel de Ozzy estaba helada, pero sus ojos seguían ardiendo.


—¿Quieres que llame a los chicos? —preguntó ella, refiriéndose a sus hijos.

—No aún. No quiero que me vean así. Hoy no —murmuró.


Esa noche, ya en casa, pidió dos cosas: una botella de vino sin alcohol —por costumbre más que por gusto— y su viejo reproductor de casetes. No quería la versión remasterizada. Quería el Black Sabbath Vol. 4 que había grabado con sus manos, cuando el mundo aún era ruido y juventud.


Colocó el casete con dificultad. Sus dedos ya no respondían igual. Pero cuando el play hizo clic y los primeros acordes de Changes comenzaron a sonar, Ozzy cerró los ojos y dejó que lo envolviera la nostalgia como una manta vieja.


Sharon, sentada a su lado, no dijo nada.


Pasaron así largos minutos. El casete girando. El cuarto en penumbra. Los recuerdos cayendo como polvo sobre los muebles.


Y entonces, casi en un susurro, Ozzy rompió el silencio:


—No me voy sin despedirme… pero no en una entrevista, no en redes. No quiero titulares ni homenajes antes de morir. Quiero hacerlo en un escenario. Quiero reunir a los chicos. Una última vez.


Sharon lo miró. Sabía que no era un capricho. Era necesidad. Era destino.


—Entonces lo haremos —respondió, con la voz quebrada—. Pero a nuestra manera.


Ozzy asintió, y apretó su mano con fuerza. Y mientras la cinta se trababa al final del lado A, ya estaba imaginando el escenario. La última misa negra.


No por gloria.

No por fama.

Por gratitud.



𝘊𝘢𝘱𝘪́𝘵𝘶𝘭𝘰 𝘐𝘐: 𝘌𝘭 𝘗𝘭𝘢𝘯 𝘚𝘦𝘤𝘳𝘦𝘵𝘰

30 de enero de 2025


La nieve comenzaba a derretirse sobre los tejados de Birmingham, pero en la casa de los Osbourne, el invierno era más que estacional. Era una pausa prolongada, un silencio denso que no se rompía ni con las noticias, ni con el viento.


Sharon lo había notado: la forma en que Ozzy miraba por la ventana sin decir nada. No era tristeza. Era decisión. Como si estuviera tomando impulso antes del salto.


Esa mañana, tras asegurarse de que él descansaba, entró a su estudio, cerró la puerta y tomó su móvil. Respiró hondo. No escribió mensajes. No envió correos. Cada llamada sería directa. Personal.


Primero, Tony Iommi.


Su amigo de toda la vida. Su hermano en las sombras. El guitarrista que transformó el accidente de una fábrica en una leyenda eléctrica.


—Tony —dijo Sharon, sin rodeos—. Es urgente. Ven a casa. Pero por favor… sin prensa, sin seguridad, sin nadie. Solo tú.


Después, Geezer Butler.


El poeta sombrío, el que escribió letras sobre guerra, demonios y redención con una sensibilidad que nadie sospechaba en su mirada dura.


—Geezer… es Ozzy. Te necesita.


Y finalmente, Bill Ward.


El alma percusiva de la banda, el que batalló con demonios propios y ajenos, pero que siempre fue una pieza esencial del aquelarre original.


Esa misma tarde, los tres llegaron. Uno a uno, en autos discretos, abrigados, visiblemente preocupados. Los recibió Sharon con una seriedad que no admitía preguntas. Subieron en silencio al salón principal de la casa, donde Ozzy los esperaba.


La escena era brutal en su contraste.


El Príncipe de las Tinieblas, con su melena blanca y más delgada, el rostro hundido por los medicamentos, conectado a un oxígeno portátil, sonrió al verlos. Sus ojos aún brillaban. Aún estaban ahí.


Tony fue el primero en romper la distancia. Se acercó, lo abrazó con fuerza y sin palabras. Luego Geezer, y por último Bill, con lágrimas en los ojos.


Ozzy esperó a que se sentaran. Su voz era un susurro, pero tenía el mismo tono que usaba al comenzar un concierto:


—Gracias por venir, cabrones.


Pequeñas risas. Una pausa. Luego se puso serio.


—Me quedan seis meses, si todo sale bien. Tal vez menos. Pero no les llamé a llorarles. Ni para que me digan cuánto me quieren. Ya lo sé. Yo también los amo. Pero no me voy sin cerrar este círculo.


Sharon observaba desde la cocina, con los ojos enrojecidos pero la mirada firme.


—Quiero tocar una última vez con ustedes. No por nostalgia, quiero cerrar esto con la misma energía con la que lo empezamos. Frente a nuestra gente. En Birmingham. Y no quiero lástima. Quiero fuego.


Silencio.


Tony se levantó, lo abrazó de nuevo y susurró:


—Claro que sí, cabrón. Ahí estaremos.


Geezer asintió, sin poder articular palabra. Bill le tomó la mano y dijo:


—Una última misa.


Fue ahí donde todo cambió. La tristeza se convirtió en causa. Sharon, que los había escuchado desde la entrada, se adelantó y sacó una libreta.


—Esto va a pasar. Y va a pasar como tú quieres, Ozzy. Pero para que el mundo no lo ensucie con especulaciones, vamos a hacerlo como un tributo. Un concierto para celebrar el legado de Sabbath, sin que nadie sepa nada.


Esa misma noche, Sharon comenzó a mover los hilos. Llamó a representantes. A promotores. A agencias de producción de eventos masivos. A viejos aliados de la industria.


Lo presentó como algo inesperado, casi mítico:


“Back to the Beginning: Black Sabbath regresa a casa por una noche irrepetible, en Villa Park, Birmingham.”


Aún no había fecha, pero ya circulaban rumores. Para los fans, era una bendición. Para los promotores, un terremoto. Para Sharon, un reloj que ya había comenzado su cuenta regresiva.


La prensa no supo nada de la conversación de esa tarde.

No vieron las miradas silenciosas.

Ni el apretón de manos entre Ozzy y sus hermanos.

Solo Sharon y los tres sabían la verdad:

La oscuridad estaba cerca.

Y Ozzy quería que el mundo lo recordara de pie, con los puños en alto y el micrófono en llamas.



𝘊𝘢𝘱𝘪́𝘵𝘶𝘭𝘰 𝘐𝘐𝘐: 𝘌𝘭 𝘈𝘯𝘶𝘯𝘤𝘪𝘰 𝘗𝘶́𝘣𝘭𝘪𝘤𝘰

5 de febrero de 2025 – Villa Park, Birmingham


La mañana era gris, pero Birmingham vibraba. Algo se cocinaba en Villa Park, y no era un partido del Aston Villa. La sala de conferencias del estadio estaba repleta desde temprano: periodistas, fotógrafos, fans disfrazados de reporteros, ejecutivos nerviosos. Había más cámaras que en una coronación y más susurros que en una iglesia antes de la hostia.


A las 11:00 en punto, las puertas se abrieron. Primero entraron Sharon Osbourne y Tony Iommi, impecables. Ella con ese temple de hierro que había sostenido imperios, él con su eterna presencia de mago oscuro del riff.


Y entonces, como un guiño al pasado, apareció Ozzy.


La sala se volvió un solo clic de obturadores. Caminaba lento, sí, apoyado en un bastón y con una pequeña unidad de oxígeno colgando del cinturón, pero su actitud era la misma de siempre: gafas negras, sonrisa torcida, energía de leyenda. Parecía más un predicador del apocalipsis que un hombre de retiro.


Sharon tomó el micrófono y, sin rodeos, disparó:


—Hoy anunciamos Back to the Beginning. Un concierto único, irrepetible. Será aquí, el próximo 5 de julio. La primera vez que la formación original de Black Sabbath tocará junta en dos décadas.


El murmullo fue instantáneo. Algunos periodistas tragaron saliva; otros tecleaban frenéticos. Las redes comenzaban a estallar sin necesidad de conexión Wi-Fi.


—Ozzy, Tony, Geezer, y Bill —continuó—. Juntos. Una última misa negra. En casa.


Hubo aplausos. Y cuando Sharon añadió que todo lo recaudado sería donado a Cure Parkinson’s, Acorns Children’s Hospice y Birmingham Children’s Hospital, el aplauso se hizo rugido. No era una gira, no era una resurrección a medias. Era una celebración. Una bomba.


Ozzy tomó el micrófono. Su voz, grave y raspada, tenía esa mezcla de humo, whisky y siglos.


—Es hora de volver al comienzo… y de darle algo a este lugar que me lo dio todo.


Pausa. Silencio.


—¿Están listos para una misa negra de verdad… o qué?


Estallido.


Risas, gritos, aplausos. No era una rueda de prensa: era un culto. Ozzy no parecía enfermo ni cansado. Parecía a punto de volar el techo.


Cuando alguien preguntó si esto era el inicio de una gira, él soltó una de sus clásicas joyas:


—¿Una gira? ¡A la mierda las giras! No voy a salir en plan Ozzy moribundo buscando aplausos por respirar. Este show es porque podemos hacerlo. Y porque nadie va a decirnos cuándo parar.


Más risas. Más aplausos. Sharon se llevó una mano al rostro, como si ya supiera que el internet explotaría con cada frase.


Pero ese era el punto. Ese había sido siempre el punto con Black Sabbath: no pedir permiso. Hacerlo todo a lo grande. A lo sucio. A lo real.


Tony Iommi tomó la palabra por unos segundos:


—No pensábamos que esto sucedería otra vez. Pero cuando Ozzy llamó y dijo “hagámoslo”, no hubo discusión. Volver a casa, a Birmingham, con todos los riffs en su lugar… eso no se puede negar.


Un periodista preguntó si Bill Ward también estaría. Sharon no esperó ni medio segundo:


—Sí. Todos ellos. La banda. La original. La única. Black Sabbath.


Lo que siguió fue una especie de fiebre. Las noticias volaron. Las redes sociales se incendiaron. “BLACK SABBATH VUELVE” encabezaba sitios en cinco idiomas. A las afueras del estadio, fans ya comenzaban a reunirse sin saber muy bien por qué, solo que algo se había despertado.


Esa noche, en Birmingham, la ciudad parecía tener veinte años menos. Los pubs pusieron Sabbath en loop. Los vinilos se desempolvaron. Las camisetas negras salieron del clóset. Y en muchos hogares, gente que ya no iba a conciertos pensó:


“Una vez más. Esta vez sí voy.”


Para el mundo, esto no era una despedida.


Era una celebración.


Y todavía no sabían que sería la más grande de todos los tiempos.



𝘊𝘢𝘱𝘪́𝘵𝘶𝘭𝘰 𝘐𝘝: 𝘓𝘢 𝘔𝘪𝘴𝘢 𝘕𝘦𝘨𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘭 𝘔𝘦𝘵𝘢𝘭

5 de julio de 2025 – Villa Park, Birmingham


El aire olía a pólvora y cerveza tibia. Desde muy temprano, el barrio entero de Aston vibraba como un altavoz gigante. Las calles alrededor de Villa Park estaban tomadas por hordas de camisetas negras, botas viejas, tatuajes resucitados.


Había jóvenes con el logo de Sabbath recién impreso y veteranos con gorras deslavadas y ojos brillantes. La energía era eléctrica, como si todos compartieran una intuición secreta, algo que aún no sabían cómo nombrar. Solo sabían que estar ahí era necesario.


Dentro del estadio, los técnicos daban los últimos ajustes a una maquinaria infernal: cruces giratorias, columnas de fuego listas para rugir, pantallas colosales rodeando un trono negro al centro del escenario. Parecía más una catedral pagana que un estadio de fútbol.


En los camerinos, el bullicio era otro. Había cerveza, sí, pero también risas nerviosas, abrazos entre músicos que no se veían desde hacía años, selfies improvisadas, afinadores encendidos y plumillas repartidas como bendiciones. No había egos. Nadie cobraba. Estaban ahí por algo más grande: rendir tributo a un linaje, a una historia compartida.


Era la misa negra definitiva.


La ceremonia comenzó con fuego. Mastodon abrió sin rodeos, como si supieran que lo suyo era prender fuego y apartarse.


Cuando atacaron Blood and Thunder, el suelo tembló. Pero fue en Supernaut cuando todo se salió de control: tres bateristas —Danny Carey, Eloy Casagrande y Mario Duplantier— se sumaron al ataque, convirtiendo la canción en una bestia de múltiples extremidades. El público gritaba como si estuviera presenciando una aparición divina.


Rival Sons llegaron después con una elegancia furiosa. Los siguieron Anthrax, Halestorm y Lamb of God, que tocaron como si estuvieran defendiendo el último bastión de la civilización. Nadie quería sobresalir: todos querían rendir homenaje. Las versiones de Electric Funeral, Children of the Grave, Into the Void y Planet Caravan no eran simples covers; eran ofrendas.


Gojira aplastó todo con su precisión tectónica.


Alice in Chains trajo un silencio reverente con Fairies Wear Boots.


Pantera, como era de esperarse, no pidió permiso para detonar con Cowboys From Hell. Slayer entró como una fuerza de la naturaleza.


Tool, misteriosos y quirúrgicos, ofrecieron una versión hipnótica de Hand of Doom que dejó al público en trance.


Y entre cada banda, una figura se movía como un titán juguetón: Jason Momoa.


Cualquiera pensaría que había sido planeado desde el inicio, pero no. Una semana antes del concierto, Jason aún pensaba que no alcanzaría ni boleto. Quería ir como fan.


Fue Sharon quien lo llamó y, sin rodeos, le dijo:


—“Vas a presentar el show.”


Jason creyó que era una broma. No lo era.


Cuando se subió al escenario, con su melena suelta y el entusiasmo de un niño frente a su primer póster de Iron Maiden, gritó al micrófono:


—Estoy cagándome de los nervios… pero también estoy feliz de estar en el show de metal más grande de la historia.


El público lo recibió como si fuera un miembro perdido de la banda.


Y cuando llegó el turno de Pantera, Momoa se quitó la camisa, brincó al foso, rompió la barrera de seguridad y lideró un circle pit en medio del campo.


Regresó al escenario empapado, con una sonrisa demente, y gritó:


—¡Esto es lo que pasa cuando tus héroes te invitan a su casa!


Mientras tanto, en las sombras del backstage, Tom Morello organizaba jam sessions como un alquimista.


De pronto, aparecían Steven Tyler, Billy Corgan, Ronnie Wood, Travis Barker, Chad Smith, Yungblud. Improvisaban himnos de Ozzy y Sabbath como si el mundo se estuviera acabando: Sweet Leaf, Changes, Flying High Again. Cada nota tenía algo de despedida, aunque nadie lo dijera. Pero todos lo sabían.


La noche avanzó como un torbellino. Guns N’ Roses, con Axl sorprendentemente sobrio y Slash encendido, hicieron que Sabbath Bloody Sabbath sonara como una canción que siempre les perteneció. Metallica apareció como colosos, cerrando con una versión monumental de Hole in the Sky.


La multitud no flaqueaba. Cantaban, lloraban, se abrazaban. Algunos miraban al cielo con los ojos cerrados. Había algo en el aire. Algo que no se explicaba con palabras. Era historia, sí. Pero también era gratitud. Estaban ahí porque alguna vez, en algún punto de sus vidas, Black Sabbath los había salvado.


Y todavía faltaba lo más importante: el regreso de Ozzy y los suyos.


Pero esa noche, antes del primer riff de la banda madre, el mundo ya había cambiado. Algo se cerraba, sí. Pero no con tristeza. Con gloria.



𝘊𝘢𝘱𝘪́𝘵𝘶𝘭𝘰 𝘝: 𝘌𝘭 𝘜́𝘭𝘵𝘪𝘮𝘰 𝘚𝘩𝘰𝘸

5–6 de julio de 2025 – Villa Park y hogar


Casi a las 11 p.m., las luces del estadio se apagaron. El silencio fue absoluto, un paréntesis irrepetible. En ese momento Ozzy apareció, sentado en un trono negro adornado con cráneos y cadenas, escoltado por su banda solista: Zakk Wylde, Mike Inez, Tommy Clufetos y Adam Wakeman.


Su voz, frágil como ramas secas, revivió himnos que marcaron vidas enteras:

• I Don’t Know

• Mr. Crowley

• Suicide Solution

• Mama, I’m Coming Home

• Crazy Train


El público lloraba, cantaba, reía y lloraba otra vez. Ozzy sonreía, agradecido. Cada canción fue una entrega total, una lección de entrega y coraje.


Cuando terminó su set, Tony Iommi, Geezer Butler y Bill Ward emergieron desde la penumbra. Sin previa fanfarria, comenzaron a tocar:

• War Pigs

• N.I.B.

• Iron Man

• Paranoid


El cierre fue apoteósico. Al último acorde, Ozzy levantó la voz y gritó:


—¡Gracias Birmingham! ¡Gracias por mi vida!


Tras el estallido de fuegos artificiales y confeti, Ozzy subió el volumen de su respiración más que sus palabras. Las luces bajaron y él se dirigió, paso a paso, hacia el backstage, acompañado de su banda y de Sharon.


Ni un solo paso fue apresurado; nadie tenía prisa por que terminara esa noche.


Allí, en un rincón apartado del ruido, Sharon y Ozzy encontraron una mesa improvisada. No era un desfile de champán ni canapés diseñados para las grandes estrellas.


Era, más bien, un oasis para quienes habían dejado sangre, sudor y alma aquella tarde. Botellas de agua, cervezas, algo de comida reconfortante, y sobre todo, respeto mutuo.


Bandas como Mastodon, Metallica, Guns N’ Roses, Slayer, Tool, Pantera y todas las demás se mezclaban. Se abrazaban, intercambiaban historias y se felicitaban por la hazaña colectiva: haber contribuido al día más intenso del metal.


Nadie cobró; todos estaban ahí por estar. Por orgullo. Por agradecimiento.


En un momento espontáneo, Sharon gritó:


—¡Todos a la foto!


Y se organizó un círculo. Ozzy fue colocado en el centro, aún en su trono improvisado, con Sharon y sus hijos a su lado.


Entre ellos estaban los músicos, Jason Momoa, incluso técnicos que nunca subieron al escenario pero habían sido parte del ritual.


Una vieja cámara de teléfonos móviles tomó la foto.


“Sabbath forever”, murmuró alguien.


Ozzy asintió, con los ojos húmedos.


Las risas, abrazos y brindis fueron breves pero contundentes: aquel acto resonaría en la memoria de todos.


Cuando el silencio regresó, Ozzy se apoyó en Sharon y, sin fanfarrias, comenzó el viaje de regreso a casa.


No hubo ambulancia. No hubo señal de urgencia. Sólo un coche con vidrios oscuros, su esposa al volante y sus hijos —Kelly, Jack y Aimee— en los asientos de atrás.


El coche avanzó hacia las calles vacías de Birmingham. Las luces del estadio se fueron apagando desde el retrovisor, una ciudad que volvía a respirar.


Ozzy recostó la cabeza en el hombro de Sharon y, entre sueño y adiós, musitó:


—Nunca me he sentido tan vivo.


Ella le acarició el cabello y contestó en voz baja:


—Estuvo perfecto.


Ese fue su último concierto, no un acto hospitalario. Fue una despedida con dignidad, lejos de sirenas y de urgencias.


Fue su cierre, acompañado de familia, amigos y música, en paz.



𝘌𝘱𝘪́𝘭𝘰𝘨𝘰: 𝘌𝘭 𝘔𝘢𝘳𝘵𝘦𝘴 𝘕𝘦𝘨𝘳𝘰


Los días posteriores al concierto fueron lentos pero brillantes en su propia forma. Ozzy regresó a casa esa misma madrugada en compañía de Sharon, Jack y Louis.


Lo recibieron con velas encendidas, guitarras firmadas apiladas en la entrada y una nota de Tony Iommi pegada al refrigerador que decía:


—“No me culpes si te resucitan y hay gira en 2026.”


Durante los diecisiete días siguientes, la casa Osbourne fue una procesión sagrada del rock. No había prensa. No había cámaras.


Solo amigos, hermanos de ruta y familia. Iban llegando uno a uno, o en grupos pequeños, como peregrinos hacia una figura más allá de lo humano.


Muchos eran músicos que lo habían acompañado, otras leyendas que alguna vez soñaron con estar a su lado. Todos sabían que no era una simple visita.


Ozzy los recibía a ratos, con su cuerpo débil pero su humor afilado como siempre.


—¿Tú sigues vivo, cabrón? Pensé que te había matado el reggaetón,


—le dijo a James Hetfield, que no paraba de reír.


Cuando Chad Smith se acercó con una caja de puros y una botella de tequila, Ozzy murmuró:


—Esa botella me mató tres veces en los noventa. Si sobrevivo hoy, es por rencor.


A Travis Barker lo abrazó y le dijo:


—De todos mis bateristas, solo tú tienes menos miedo a volar que a morir.


Incluso a Sharon le dijo una mañana, cuando ella le ayudaba a ponerse las pantuflas:


—¿Sabes por qué sigo aquí? Porque hasta el demonio tiene miedo de discutir contigo, amor.


Unos días antes del final, Thelma Riley, su primera esposa, cruzó el umbral de la casa.


No hubo reproches. Solo una breve despedida. Se miraron como dos testigos antiguos de una época irrepetible.


Ella le tomó la mano, le dijo gracias. Él le sonrió con una mezcla de disculpa y ternura.


Era seco, pero sincero. Así habían sido ellos.


La noche del lunes 21 de julio, Sharon llamó a sus hijos. Aimee, Kelly, Jack, Louis y Jessica. Les dijo que era momento de estar juntos.


El martes 22, la familia estaba completa. Louis fue el último en llegar. Subió en silencio y se sentó junto a su padre.


Ozzy, John Michael Osbourne, abrió los ojos con dificultad. Los reconoció. A todos.


Murmuró algo que sonó como:


—“mi casa…”


y luego se dejó ir.


Aimee le tomó la mano con dulzura. Jessica lloraba en silencio. Kelly no pudo contenerse, abrazó su brazo y lloró contra su hombro.


Jack, tan fuerte como siempre, se quebró sin hacer ruido, las lágrimas le caían por las mejillas como si por fin aceptara que su héroe también podía partir.


Louis le besó la frente. Todos se abrazaron.


Sharon, con su cruz de plata en una mano y el corazón en la otra, colocó sus dedos sobre el pecho de Ozzy.


Lo sintió latir por última vez. Le besó la frente con la misma fuerza con la que alguna vez lo empujó a la sobriedad, al escenario, a la vida.


En la tornamesa sonaba suavemente “Changes”. Ninguna canción habría sido más adecuada.


Así se fue el Rey de las Tinieblas.


En su cama. En su casa. Rodeado por amor.


Sin fotógrafos. Sin flashes. Solo Ozzy y su gente. Los que importaban.


Y antes de cerrar los ojos por última vez, dicen que aún alcanzó a decir, con una media sonrisa:


—Si me ven en el infierno… pidan autógrafo, cabrones. Yo soy el dueño del lugar.




𝘜𝘯 𝘵𝘦𝘹𝘵𝘰 𝘭𝘪𝘣𝘳𝘦 𝘥𝘦 𝘋𝘢𝘯𝘪𝘦𝘭 𝘙𝘦𝘴𝘵𝘳𝘪𝘷





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